LA LUZ DE TURNER
La luz de Joseph Mallord William Turner
Sus dotes como pintor académico le valieron elogios sinceros y generalizados. Pintaba como se suponía que debía de pintar un pintor de su época. Este reconocimiento se disiparía años después cuando descubrió nuevos caminos de expresión. Los de su época se le habían quedado pequeños. Enraizados en su tiempo e incapaces de vislumbrar el porvenir, los críticos no comprendían y empezaron a rechazarle. Querían que su obra siguiese una senda lógica, que no se saliese del molde establecido, pero Turner volaba ya demasiado alto para que pudiesen seguir su trayectoria aquellos pétreos comentaristas del pasado. Se cuenta que la Reina Victoria no quiso concederle la orden de caballero - honor dado a pintores de mucha menor categoría- pues consideraba que Turner estaba loco. Durante una exposición, un pedazo de cielo se desprendió de uno de sus cuadros; el artista quitó importancia al hecho inmediatamente, argumentando: “lo único que importa es dar una impresión.” Esta relación entre el artista y su obra causaba asombro y estupefacción. En otro momento, le recriminaron no haber pintado - siguiendo el canon establecido - los ojos de buey de un barco; no podían darse cuenta (y mucho menos, valorar) que Turner no estaba interesado en la representación exacta de lo observado, sino por su propia representación: interior y subjetiva. Durante un incendio de la Cámara de los Lores, mientras todo el mundo miraba hacia arriba, observando el edificio ardiendo, Turner miraba hacia abajo, interesado en el reflejo de las llamas en el río Támesis, como un contraste entre fuego y agua, incidente que inmortalizó en un par de obras. No es de extrañar que su trabajo causara, décadas después, una honda admiración entre los pintores impresionistas que ni siquiera aún habían nacido. En su obra "El valiente Teméraire remolcado desde el último punto de anclaje para ser destruido", en vez de mostrar una escena marítima al uso, con el barco pletórico surcando las olas, Turner prefirió centrarse en su triste viaje hacia el desguace. El sol y la luna creciente marcan el fin del barco, su inminente desaparición física. También el fin de un era. Los símbolos se vuelven así poderosos instrumentos como nunca antes. Esta pintura fue elegida como la mejor de Inglaterra en una encuesta llevada a cabo por la National Gallery de Londres en el año 2005. Pero eso fue en el siglo XXI. En los últimos años del pintor, la desaparición de las formas llevó a los críticos a cuestionar su cordura. No lo entendían, les sobrepasaba. Turner, el pintor inglés más grande de todos los tiempos, murió en 1851 sumido en la incomprensión. Resucitaría, sin embargo, bien pronto: el siglo XX rendiría el cumplido homenaje que se merecía. Viviría dentro de los nuevos maestros, a los que aconsejaba desde el silencio de su alma luminosa.
Una pequeña muestra de la evolución de su estilo:
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