J.M.W.TURNER
Entre septiembre de 2009 y enero de 2010, la galería Tate Britain fue la sede de un encuentro planeado para que Canaletto, Claude, Poussin, Rembrandt, Rubens y Tiziano se enfrentaran con uno de sus pupilos más famosos: Joseph Mallord William Turner (1775-1851), alta bandera del romanticismo inglés que ondeó tanto en el orbe etéreo de los impresionistas como en el imperio de los signos de la pintura abstracta. Bautizada comoTurner and the Masters, la exposición me hizo evocar aquel septiembre de 2003 en que emprendí mi primer viaje a Londres y, desdeñando las advertencias de un amigo que —al igual que yo— rehúye el barullo turístico hasta donde es posible, me dejé llevar por el flujo de esa ciudad que permanece unida a nuestra imaginación gracias al cordón umbilical del río Támesis. Hospedado en un hotel a escasas cuadras de Kensington Gardens, aproveché mi estadía no sólo para asimilar la poética de los parques y el olor a historia profunda sino para practicar una errancia museística que me depositó, una mañana en que el pizarrón celeste era alterado apenas por los jets y sus trazos de gis, en la Tate Britain. Ahí me topé cara a cara con Turner, o mejor, con el mundo según Turner: un mundo moldeado literalmente con las manos —el pintor empleaba dedos y uñas, que no se cortaba, para aplicar y herir los colores— y conquistado por una luz que late con la fuerza de un corazón encendido, como si el artista acechara detrás de cada lienzo con una flama o una linterna apuntada directamente al centro de la escena elegida. Ahí leí lo que Henri Matisse escribió en 1943: “Turner vivía en un sótano. Una vez a la semana pedía que los postigos se abrieran y entonces, ¡qué incandescencia! ¡Qué deslumbramiento! ¡Qué joyas!” Me pregunté si el sótano sería el de la pequeña casa que Turner adquirió en 1846 en Chelsea, en el número 6 de Davis Place, donde aumentó su misantropía y fue atendido hasta su deceso por Sophia Booth, la segunda de sus amantes reconocidas. (Fiel a su idea de que el matrimonio y las artes no combinan, el pintor no se casó ni siquiera con Sarah Danby, madre de sus hijas Evelina y Georgiana y modelo para sus dibujos eróticos.) En esa casa, rodeado por los fantasmas de su padre —el cómplice devoto que fungió como asistente, cocinero y jardinero ocasional hasta su fallecimiento en 1829— y de su madre —víctima de un desequilibrio mental que la arrojó al psiquiátrico de Bedlam, donde murió en 1804 en el olvido absoluto—, Turner expiró con una frase consagrada al fulgor: “El sol es Dios.”
Un sol no divino sino malévolo, la pupila de un ser colosal escondido entre las nubes, presideAníbal cruzando los Alpes: el cuadro que pude ver en la Tate Britain, cerca de los objetos rescatados del último hogar de Turner —una paleta, tres pinceles y una caja metálica con óleos y pigmentos—, y en el que el artista “tan inglés como una taza de té” cede el paso al “pintor del caos, la conflagración y el apocalipsis: el poeta cockney próximo a la locura”, en palabras de Simon Schama. Ambientado al inicio de la Segunda Guerra Púnica, el lienzo recrea la táctica militar más destacada de la antigüedad: la travesía emprendida en octubre de 218 a.C. por Aníbal Barca, el general cartaginés cuyo ojo perdido luego de una oftalmía no le impidió aguzar una mirada estratégica. Al frente de un ejército integrado por cuarenta y seis mil soldados de distintas etnias y treinta y siete elefantes, Aníbal se internó en la cordillera alpina para tomar por sorpresa a las tropas romanas que esperaban la invasión de Italia; las condiciones meteorológicas extremas, sin embargo, acabaron por mermar sus huestes casi a la mitad. Este episodio, una prueba más del dominio de la naturaleza sobre el hombre patente en toda su obra, repuntó en la memoria de Turner como una metáfora de las guerras napoleónicas en 1810 mientras pasaba una temporada en Farnley Hall, la finca de su amigo Walter Fawkes ubicada en Yorkshire. Un día el artista salió a caminar con el hijo de Fawkes por las llanuras de los alrededores y, al notar que se incubaba una tormenta, ambos empezaron a dibujar; una vez concluido el arrebato que le permitió realizar apuntes de color y forma, Turner enseñó el resultado al niño y dijo: “En dos años verás esto y se llamará Aníbal cruzando los Alpes.” Y así fue: en 1812 el cuadro se exhibió en la Royal Academy of Arts, de la que el pintor era miembro desde los quince años, acompañado por versos del extenso poema (“The Fallacies of Hope”) que secundaría otras aventuras plásticas. Turner, dice Schama, “hace algo increíble con la tempestad de Yorkshire: no es sólo un clima pintoresco sino un juicio cósmico”. Y algo más, pensé, observando a Aníbal montado en su elefante Surus y reducido a una sombra recortada contra la furia de los elementos: es la evidencia de que la luz del arte termina por deslumbrar a la historia. En este óleo donde el romanticismo deriva hacia la abstracción en unos cuantos trazos, Turner demuestra que todo, aun la oscuridad y sus marejadas, está iluminado por su pincel.
[Imagen: J. M. W. Turner, Aníbal cruzando los Alpes, 1810-1812]
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