Joseph Mallord William Turner nació en el barrio de Covent Garden, Londres, el 23 de abril de 1775, y falleció el 19 de diciembre de 1851.
Considerado por numerosos historiadores del arte como el más importante pintor inglés de todos los tiempos, demostró ser portador de un talento inusitado desde muy temprana edad y en 1789, con sólo 14 años, su padre, barbero de profesión, lo matriculó en la escuela de arte de la Royal Academy de la que pasaría a ser miembro efectivo a partir de 1802.
Su vida estuvo signada por una capacidad de creación artística sin descanso y una dedicación total al dibujo y la pintura, además de los numerosos viajes que realizó hasta 1845, poco antes de su fallecimiento, y que se vieron plasmados de manera palpable en el conjunto de sus obras. Así pues, en 1795 consagró uno de sus primeros viajes a la confección de bocetos en Gales del sur y en la isla de Wight. Luego, en 1802, durante la paz de Amiens, se dirigió por primera vez al extranjero atravesando Francia hasta los Alpes suizos y, a su regreso, se detuvo en París para contemplar las obras de Claude Lorrain, Tiziano y Poussin en el Louvre. Más tarde recorrió Bélgica, Holanda y el Valle del Rin y, en 1819, pisó por primera vez tierra italiana a la que regresaría en tres oportunidades. Estas reiteradas visitas tuvieron singulares repercusiones en su arte a las que se hará alusión más adelante.
Si bien, como se ha dicho anteriormente, Turner estaba prodigiosamente dotado, hubo de luchar duramente para encontrar su camino. La primera de sus acuarelas de la que se tiene registro data de 1787, cuando sólo tenía doce años; en 1794 era ya un maestro del estilo y la técnica tradicional del paisaje tratado en dibujo y acuarela, el planeamiento ilustrativo-topográfico. Sin embargo, a partir de este momento, comienza a evidenciarse un acentuado interés sobre el fenómeno luminoso y los primeros indicios de una interpretación romántica de la naturaleza. En este contexto, adquiere gran relevancia el trabajo que Tuner llevó a cabo, en colaboración con el acuarelista Thomas Gritin, en la residencia del Dr. Thomas Munro, coleccionista de pintura inglesa, quien les adjudicó a ambos artistas la confección de algunas copias y la culminación de bocetos y obras incompletas de uno de los padres del paisajismo inglés: J. R. Cozens, que era, además, un reconocido acuarelista. Así pues, a partir de una profunda reflexión sobre la obra de Cozens y la colaboración con Gritin, Turner consiguió liberarse de ciertos convencionalismos viéndose favorecida, de este modo, la manifestación de un estilo más personal en el que se potenciaron sus condiciones de colorista.
En efecto, las acuarelas del artista inglés, que comprenden el período 1794 - 1799, año en el que fue nombrado miembro asociado de la Royal Academy, dejan al descubierto el modo en que Turner adaptaba casi imperceptiblemente, aún, a sus objetivos, los temas convencionales.
"Desde los primeros años estas acuarelas fueron mostrando continua evolución de la pasión de Turner por la fluidez y la atmósfera, por la luz y el color que, en cambio, se perdieron por razones técnicas [...] en los cuadros al óleo de que disponemos. [...] En Turner la técnica de la acuarela contaminó la técnica de la pintura al óleo y de ello se deriva el uso de valores altos y la misma manera de extender el color."
Cabe destacar que el modo en que el pintor trabajaba el óleo con una técnica propia de la acuarela, capa sobre capa, derivaron, por los procesos químicos a los que están sujetos los pigmentos, en la opacidad de los colores luego del secado.
Los críticos conservadores, por su parte, no cesaron de cuestionar las innovaciones de J. M. W. Turner. No eran los temas elegidos por el pintor los que se ponían en tela de juicio sino su singular técnica. En este sentido, en 1805, David Wilkie manifestaba su incapacidad absoluta para comprender el modo en que pintaba Turner. Al tiempo que celebraba sus grandiosos diseños y el colorido natural, calificaba de "abominable" su ejecución y estimaba que parte de sus cuadros eran indescifrables y desagradables a la vista. El tratamiento que Turner efectuaba sobre el pigmento con un empleo abundante de la espátula y audaces restregados era sumamente condenado e identificado con falencias de acabado.
El primer cuadro al óleo que expuso Turner, casi con seguridad, fue Pescadores en el mar, en 1796. Un año más tarde hizo lo propio con Estudio de claro de luna en Milbank el primer óleo que se documenta. Desde ya, resulta significativo que en su primera obra reconocida sea posible advertir, en estado embrionario, los dos intereses preponderantes del paisajista inglés, que se sostendrán a lo largo de toda su obra. Fundamentalmente se trata de un estudio de la luz (en este caso, la presencia simultánea de luz natural, la luna, y de luz artificial, la linterna que está sobre el barco) así como también la percepción, que adquirirá vigor en su etapa madura, de que en una pintura el campo visual halla una correspondencia más adecuada en una composición de forma elíptica. Así pues, en los trabajos de mayor emotividad, de su tardía madurez, Turner abandona el esquema compositivo rectangular determinado por el soporte, es decir, por el marco, que reemplaza por una composición que responde a una forma ovalada que arrastra al espectador visual y emocionalmente hacia el centro de la obra.
Esta característica es plausible de ser advertida tanto en los temas donde predominan el espacio y la serenidad, como Vista de Orvieto (1828), donde se expone una límpida y brillante vista italiana, como así también en aquellos cuadros del paisajista inglés en los que ganan la escena las fuerzas destructivas de la naturaleza y la fragilidad del género humano. Reconocidas obras como El Naufragio (1805) y Barco en mar abierto en Harbour's Mouth durante una tormenta de nieve (1842) constituyen paradigmas de la puesta en práctica del peculiar modo de componer de Turner apelando a las formas de vórtices y remolinos.
El trabajo recién citado suscitó uno de los pocos comentarios que el pintor esbozó acerca de sus creaciones. Los críticos de la época se sintieron desconcertados frente a esta obra y Tuner replicó que la había pintado con el fin de exhibir las reales dimensiones de una tempestad de esa naturaleza. Una tormenta que él mismo había experimentado cuando se encontraba a bordo del buque Ariel y solicitó a los marineros que lo sujetaran al palo mayor durante cuatro horas a fin de sentir los efectos del fenómeno natural que más tarde trasladaría a su pintura.
La obra de Turner y el hombre escindido
La contemplación del conjunto de la producción artística de J. M. W. Turner permite erigir su figura en diáfano transmisor del sentir romántico. Así pues, a sus representaciones de aludes, torbellinos, diluvios, es decir, de una naturaleza destructora, deben sumarse algunas obras, concebidas en una atmósfera de ensueño, que expresan una sensación de placidez encantada. De este modo, el paisajismo romántico manifiesta, a través de esta dualidad, la disgregación del hombre con respecto a la naturaleza y su carácter trágico.
Es en este sentido que Rafael Argullol argumenta: "El doble sentimiento, abismático y melancólico, del hombre escindido se reproduce asimismo en la representación romántica de los paisajes montañosos. Por un lado, a través de tortuosos desfiladeros y arrasadores aludes, aparece el poder jupertino de la naturaleza; por otro, en inmensas panorámicas se materializa la ensoñación y la inquietud de quien escucha el estremecedor silencio del mundo."
La primer gran obra maestra de J.M.W. Turner, Tempestad de nieve: Anibal y su ejército atraviesan los Alpes (1812) constituye un claro exponente de uno de los aspectos del sentir del hombre romántico, que ya había sido abordado por el paisajista inglés en trabajos anteriores como El naufragio: la minimización y debilidad del ser humano frente al poderío de la naturaleza.
La génesis de Anibal y su ejército atraviesan los Alpes se remonta a un sucinto boceto improvisado por Turner en 1810 cuando paseaba por Yorkshire, en compañía de un colega, y observó a lo lejos la forma en que una tormenta barría las montañas. De igual forma, es posible advertir en esta obra el recuerdo del viaje que, en 1802, había llevado al pintor hasta los Alpes suizos que lo dejaron fascinado en razón del carácter imponente y terrible de aquel espectáculo sobrehumano.
Esta obra deja al descubierto la debilidad del más poderoso ejército de su tiempo frente a las devastadoras fuerzas de la naturaleza que, en este caso, se manifiestan bajo la forma de una tormenta alpina. Más precisamente, Turner representa a las huestes de Aníbal, gran general cartaginés, que invadió Italia a través de los Alpes. Sin embargo, el paisajista inglés no celebra directamente los éxitos militares de Aníbal, el verdadero tema de su obra es, como se ha dicho anteriormente, el poderío desatado por la naturaleza y la fragilidad del hombre frente a ella.
El ejército del caudillo cartaginés padece la adversidad y el azote de un feroz temporal pero cuando la tormenta se detiene y las nubes se levantan en el firmamento se torna visible el trofeo: las límpidas y fértiles llanuras italianas. Sin embargo, Anibal terminó sucumbiendo frente a los romanos en el año 202 A.C.
Este óleo adquiere una significatividad extra si se tiene en cuenta que 1812, cuando fue expuesto por primera vez, coincidió con el año en que las milicias napoleónicas vieron frustrado su intento de ocupar Moscú a causa del crudo invierno ruso. Por lo que muchos consideran que esta pintura de Turner esboza la profecía de la inminente derrota final de Napoleón tal como le había ocurrido a Aníbal.
Anibal y su ejército atraviesan los Alpes (1812)
|
El sistema de composición de esta obra se encuentra dominado por un titánico torbellino de lluvia y viento que envuelve a los hombres, representados por diminutas figuras, y que parece dispuesto a absorberlos implacablemente.
Asimismo, es posible advertir la utilización de una paleta sombría de marrones oscuros, verdes y azules que en el centro de la tela ceden el lugar a los valores altos, al cálido brillo del sol que pugna por abrirse paso entre las nubes tempestuosas.
El extremo derecho de la pintura presenta un fulgor blanco, el de la avalancha de nieve que cae sobre los cartagineses y sus enemigos, los salasios. Las montañas, por su parte, aparecen tan integradas en la tormenta como el viento y las nubes.
En cuanto a las figuras humanas, Turner no apela al detalle a fin de resaltar el efecto global de dramatismo. Así pues, el hombre que espera recostado sobre sí mismo tras un peñasco o los salasios que intentan provocar un alud de piedras para detener el avance enemigo, en la parte inferior - central del cuadro, son apenas discernibles.
En este contexto, puede agregarse, que diversos críticos sostienen que la adecuada representación de las figuras humanas constituye la principal falencia de la obra de Turner. Este hecho nada tiene que ver con el lugar menor que ocupa el género humano en esta pintura. Esta característica deviene de una intencionalidad emocional de Turner al que puede sumársele esta observación que corresponde al nivel técnico.
La incapacidad de distinguir las figuras humanas de forma precisa se corresponde, asimismo, con la representación de los elefantes de Aníbal que prácticamente no pueden ser apreciados en la distancia lo que denota el carácter insignificante aún de estos animales gigantescos frente a las fuerzas de la naturaleza.
El naufragio del hombre
La angustia del hombre escindido, propia del período romántico, se materializa, además, en la obra de Turner en la apelación recurrente a la temática del mar inestable y amenazador, como un lugar en el que se manifiesta la fuerza devastadora de una naturaleza perdida por el ser humano.
Así pues, la contienda del hombre con el mar constituye una de las temáticas centrales en la producción artística del paisajista inglés. En este sentido, y tal como esboza Rafael Argullol en El héroe y el Único, al recorrer el camino evolutivo de la obra de Turner es plausible advertir una progresión en la que el mar va consolidando paulatinamente su victoria sobre el hombre quien, en la etapa final de la obra del pintor, termina, vencido, por hundirse en él.
A fin de otorgar sólido fundamento a la concepción recién expuesta se emprenderá, a continuación, un breve recorrido por tres obras paradigmáticas que corresponden a diferentes períodos de la vida pictórica de Turner.
En primer lugar, se debe hacer mención a, la ya citada, Pescadores en el mar (1796), el primer óleo expuesto por el pintor. En esta obra, de la juventud de Turner, se plasma, claramente, la amenaza de la majestuosa naturaleza hacia un hombre empequeñecido, insignificante, frente a ella. Rafael Argullol hace mención a esta pintura en la que: "El cielo y el mar, como una única fuerza, abaten su claroscuro, lleno de sombríos presagios, sobre la vacilante barca de pesca."
Por otra parte, y avanzando cronológicamente, en El naufragio (1805) la amenaza virtual de la naturaleza ya se ha concretado y ha devenido en una real contienda con el hombre. La tempestad sume a las barcas en una total indefensión en la que la tripulación, envuelta por el oleaje, pugna por no caer y ser, de este modo, absorbida por el destructivo mar.
El naufragio (1805)
|
Finalmente, la victoria del mar, traducida en muerte, se perpetra en el comienzo de la última etapa evolutiva en el estilo del pintor, cuando las formas comienzan a desaparecer y gana la escena una variedad cromática peculiar y una audacia técnica y compositiva. De este modo, el hombre vencido por la naturaleza se presenta en obras como La nave negrera (1839), que fue expuesta, en principio, bajo el título Negreros arrojando por la borda a los muertos y a los moribundos.
Luz, color y sentimiento
Como ha sido expresado anteriormente, el conjunto del paisajismo romántico y, en particular, J. M. W. Turner plasma en sus creaciones el sentimiento de angustia que aqueja a un hombre que ha perdido su relación mítica con la naturaleza. El hombre romántico experimenta la aguda amenaza de las fuerzas demoledoras de la naturaleza, de la que se encuentra disgregado, al tiempo que comprende que esa distancia es insalvable. El hombre que contempla el carácter infinito y magestuoso de una naturaleza de la que ha sido separado se sumerge en la conciencia de la propia insignificancia en el conjunto del Universo.
Esta conciencia romántica se presenta en la producción artística de Turner en otro aspecto particular que se complementa, de forma directa, con lo citado en los apartados precedentes que constituyen el presente trabajo. Se trata, exactamente, de la evolución estilística del pintor que confluyó en lo que, corrientemente, se denomina como "desaparición de la imagen".
La peculiaridad de la técnica empleada por Turner en sus pinturas al óleo (heredera, en algunos de sus aspectos, del método utilizado en la acuarela) estriba, entre otros factores, en el uso de valores altos, la puesta en juego de esquemas compositivos ovales y, fundamentalmente, la preeminencia del color sobre las formas, es decir, la extensión del color desafiando los contornos. Estas características se vieron intensificadas progresivamente en el conjunto de su obra pictórica.
Cabe destacar que, al igual que Turner, otros pintores románticos como Francisco de Goya, Caspar David Friedrich y John Constable recurrieron, en diversos grados, a la "evaporación de la imagen" a través de sus propias técnicas.
En el caso que nos compete, resulta plausible afirmar que la técnica de Turner presentó una evolución continua guardando, paulatinamente, una distancia mayor con las formas "descriptivas" y, en contrapartida, intensificándose la utilización expresiva del color y la luz.
Tal como expresa Rafael Argullol: "El libre juego de los volúmenes resalta la sensación de movilidad e independencia de la naturaleza, convertida en fuerza desatada más allá de cualquier margen o, con intencionalidad opuesta, en la retraída que se aleja de la mirada del hombre hasta evaporarse por completo".
En efecto, en obras como Niebla matutina en Petworh, Sussex, morada del conde de Egremont (1810), Escarcha en la mañana (1813) y, de manera más determinante, en los óleos de tema veneciano, como En las cercanía de Venecia (1835), dominada por una luz diáfana e iridiscente concebida en una atmósfera de ensueño, se respira una profunda paz y serenidad que deja al descubierto una naturaleza tanto bella como impenetrable.
Es en este punto donde resulta pertinente incorporar un aspecto fundamental en la obra de Turner que se corresponde directamente con el espíritu romántico. Anteriormente, se ha hecho mención al modo en que influyeron en el trabajo del paisajista inglés los diferentes viajes que emprendió a lo largo de su vida y, en particular, sus visitas a Italia. Sin embargo, los efectos que produjeron estos viajes en la obra del pintor inglés son realmente complejos puesto que Turner no apeló en su obra a una representación mimética de la naturaleza, es decir, a simples reproducciones de los paisajes. En cambio, y de manera cada vez más intensa, el artista se volcó, en su producción artística, hacia su interior, hacia la imaginación, el recuerdo, el sentimiento experimentado frente a los fenómenos naturales. Esta apelación al propio sentir llega al límite en la última etapa de su vida en la que sus cuadros no presentan tanto el efecto de la luz sobre las superficies, como un estudio de la luz y el color en sí mismos que se liberan de las formas.
En particular en el última etapa de la obra de Turner, que podría ser consignada luego de sus recurrentes visitas a Pentworth House entre 1829 y 1837, se intensifica profundamente la subordinación de las formas a la luz y el color. Este hecho queda de manifiesto en obras como Barco en mar abierto en Harbour's Mouth durante la tormenta de nieve (1842) y Lluvia, vapor y velocidad: The Great Western Railway (1844).
En el último cuadro citado se representa a un tren en marcha, sobre un puente. Se trata de un paisaje visto a través de la lluvia que contrasta con el humo y el vapor de la locomotora. De este modo, se manifiesta la dura lucha entre la ciencia y la naturaleza.
Lluvia, vapor y velocidad: The Great Western Railway (1844)
|
Esta obra es una verdadera muestra del modo en que Turner plasmaba lo que él mismo había experimentado pues su origen se remonta a una observación concreta del pintor quien, en ocasión de una tormenta, sacó su cabeza por la ventanilla del tren en el que viajaba para permitir al fenómeno atravesar sus sentidos. Luego, regresó a su asiento y permaneció con los ojos cerrados durante un cuarto de hora.
Durante los últimos años de su vida Turner se abocó más que nunca a su universo personal. A este momento corresponden obras dominadas íntegramente por sensaciones cromáticas de modo tal que los contornos de las formas, los trazos capaces de delimitar las imágenes, desaparecen por completo y toman control de la escena el color y la luz. Estos aspectos fascinarían, luego, en particular, a los impresionistas y darían lugar a numerosas tendencias pictóricas modernas.
"Cuando Turner llegó al final de su parábola, había alcanzado un mundo de luz y color, un mundo que por medio de esto refleja, con terror y pregnancia, el trágico destino del hombre, su fragilidad y vulnerabilidad, sus sueños y aspiraciones, sus deseos y su efímera paz".
A los románticos nada se les presenta libre de conflicto. En todas sus manifestaciones se refleja su coyuntura histórica y el desgarramiento de sus sentimientos.
La pintura romántica no sólo sienta las bases del arte contemporáneo, también representa cabalmente la condición trágica de un hombre frente a la naturaleza enajenada. Sin embargo, el romanticismo encontrará a través del amor, en todos sus significados, el modo de conectarse con la Unidad perdida del hombre. En el amor entre hombre y mujer, en el amor entre amigos, en el amor a una idea, un recuerdo, un paisaje descubrirá una vía mágica hacia ese infinito al que aspira. (*)
(*) Fuente: Trabajo realizado por María Eugenia Pardela en el contexto de la materia Principales Corrientes del Pensamiento Contemporáneo de la Carrera de Ciencias de la Comunicación de la Universidad de Buenos Aires en el año 2002.
0 Comments:
Publicar un comentario
<< Home