EL INFANTE GENIO
Joseph Mallord William Turner, nació en Convent Garden, al parecer un 23 de abril, día de San Jorge, en 1775. De él se dice que dio pruebas de talento con su dedo, en la leche regada en una bandeja de té. Cuando tenía doce años, su padre ponía en venta sus dibujos en la ventana de su barbería. Durante esa época los barberos vivían bien y se aprovechaban del negocio de las pelucas, de modo que el joven Turner pudo gozar de cierta comodidad. Cuando tenía 24 años su madre fue internada en un hospital, quizá por una esquizofrenia, y fue atendida por un médico, patrón de William, hasta su muerte en 1804. William prohibió que se hablara del tema, porque el hecho de que su madre estuviera mentalmente desequilibrada podía no ayudarle en su carrera, y porque lo atemorizaba el hecho de que pudiera enloquecerse también. Ocasionalmente se describía a sí mismo como loco, bien según la extrañeza de su arte o bien porque estuviese sujeto a estallidos de furia incontrolable. También durante esta época murió su hermana menor de cinco años, y muy posiblemente debido a su infelicidad en Londres visitaba muy a menudo a los familiares de su madre, carniceros y pescadores, en Brentford y más tarde en Margate. Esto significó su introducción al campo y al mar: en todos los lugares donde vivió de niño, Turner estuvo cerca del agua. El crítico de arte John Ruskin, gran admirador de Turner, lo dibujó como un niño abandonando su hogar en la oscuridad de la calle de su infancia, la estrecha Maiden Lane, y echando a andar hacia el río y a lo largo de él hasta el London Bridge, donde había muchos barcos, “estas pocas muy hermosas cosas que podía ver en el mundo, a excepción del cielo.” (Ruskin. 1997. P. 111) Según Ruskin, Turner amaba todo lo que fuera pantanoso y parecido a los peces, como Billingsgate (…); las barcazas, las velas con parches, y todo lo que tuviera la condición posible de la niebla. Luego, entre 1805 y 1811, cuando vivió en la ribera del Támesis en Isleworth y Hammersmith, Turner tuvo su propio bote. Lo usaba como estudio de pintura móvil, de la misma manera como los artistas de la escuela de Barbizon y como lo haría Claude Monet más tarde. Desde allí podía observar el cielo y los reflejos en el agua, y hacer bocetos.
La Vida en la Pintura
Los patrones de Turner encargaban pinturas históricas, que tomaban sus motivos “nobles” de la Biblia, los textos clásicos y la mitología. Las pinturas sólo eran consideradas como arte si trataban personajes especiales y en situaciones extraordinarias. En cierto sentido, esta tradición aún continúa en nuestros días, con la presunción del público de que tales obras las hacen los artistas para hablar de sí mismos. Sin embargo, esto nunca resultó ser un problema para el austero y secreto Turner, pues si hubiera deseado encontrar una historia paralela para su propia experiencia, pudo haberlo encontrado en la mitología. Algunas personas creen que lo hizo con la historia de Eneas, cosa que le permitía a su vez satisfacer los pedidos de sus patrones.
La primera pintura histórica de Turner, llevada a cabo en los días de su elección como Asociado de la Real Academia, fue Aeneas and the Sybil, Lake Avernus (Eneas y la Sibila, Lago Averno). También durante los últimos años de su vida, estuvo trabajando en una serie de cuatro pinturas tomadas de la Eneida de Virgilio. Parece una cuestión el hecho de que el mito del líder troyano Eneas produjera tanta atracción sobre Turner. La historia de Eneas se cuenta por vez primera en la Ilíada de Homero y fue luego desarrollada por Virgilio en su Eneida. Eneas escapó de Troya con su padre Anquises y su hijo Ascanio, y erró por el mundo buscando un hogar. De acuerdo con la leyenda aquel lugar sería Roma y de ese modo el poema de Virgilio se convirtió una especie de épica nacional para los italianos. Ambos temas de piedad filial, uno hacia su padre y otro hacia los largos viajes, son ciertamente relevantes en la propia vida de Turner. La historia de Eneas comienza con el saqueo de Troya y los cantos de los merodeos sin reposo del héroe, viajando alrededor del Mediterráneo en la búsqueda de una nueva tierra para fundar su hogar. Turner fue un gran viajero, en busca de paisajes salvajes y barcos navegando en mares tormentosos. Sus pinturas guardan memoria de muchos lugares que visitó en Europa y muestran la naturaleza tal como él la experimentó, en la tempestad y a la luz del sol, con el hombre a merced del poder de la naturaleza.
En un poema, Turner escribió: “Love is like the raging Ocean/Winds that sway its troubled motion/Women’s temper will supply” (Lindsay, 1966): El amor es como el océano furioso/Vientos que mecen su flujo difícil/El temperamento femenino suplirá. En 1814, Turner exhibió Dido and Aeneas. Eneas fue lavado en las costas de África luego de una tormenta y los maliciosos dioses ayudaron a que se enamorara de una viuda, Dido, Reina de Cartago. Él estuvo allí con ella en su fabuloso reino; sin embargo, ya que Turner nunca había estado en Italia, tuvo que imaginarla con la ayuda de la arquitectura neo-clásica que podía ver en Inglaterra y en los paisajes de su pintor favorito, el artista del siglo XVII, Claude Lorrain. La creencia de Turner en la imagen mental de Italia, que tuvo resonancia en el personaje de Eneas y en su sueño de fundar Roma, fue determinante para su futuro. La pintura muestra un grupo de personas abandonando la ciudad civilizada para aventurarse en el mundo pagano del bosque: es allí donde Dido y Eneas se convierten en amantes, resguardados en la cueva. Pero esto no entraba en sus planes, pues Dido deseaba permanecer fiel a su esposo muerto y Eneas deseaba continuar con sus viajes. Esta renuencia a rendirse al poder del amor pudo ser un reflejo de la propia actitud de Turner. La pintura dominaba su vida. Él pudo haber visto a la mujer como una amenaza para la creatividad del hombre. En su biografía del artista, Anthony Bailey describe la obsesión de Turner con las mujeres viudas de la literatura que experimentaban despedidas trágicas con sus amantes. Eneas y Dido proveen un paralelo de amor trágico y separación, y Eneas fue el héroe con el que más se identificó. Eneas estuvo tentado a casarse con Dido, pero se dio cuenta de que haciéndolo se alejaría de su verdadero destino (Bailey, Anthony. 1998). Para cuando pinta Dido and Aeneas, Turner ha abandonado su primera viuda, Sarah Danby, y en 1834, durante la época de The Golden Bough, Turner conoce a Sophia Booth, su siguiente viuda, que era más de veinte años más joven que él. De igual modo que con Sarah Danby, la relación se mantuvo en secreto. En los últimos años de su vida, Turner retornó a pintar el tiempo de Eneas en Cartago y la tentación de la viuda Dido. Sophia Booth dijo en alguna ocasión que Turner había trabajado en un número de pinturas tardías a la vez, pintándolas en rotación. The Visit to the Tomb (La Visita a la Tumba), de 1850, muestra a Dido llevando a su amante a la tumba de su marido muerto, Siqueo, con la esperanza vana de que con ello enfriará su pasión por Eneas. (Turner había conocido a los maridos de ambas amantes antes de que enviudaran). Pero esta trama no funcionaría, los dioses habían determinado que estos dos se enamoraran, y quizá con ello Turner estuviera dibujando un paralelo entre su propia necesidad de amor, frente a su determinación de dedicarse por completo a su arte. Una de sus últimas pinturas muestra a Mercurio, enviado para recordar a Eneas de su destino, y la última obra de Turner, The Departure of the Fleet (La Partida de la Flota) exhibida en 1850, muestra el momento en que Eneas abandona Cartago ya que su casamiento con Dido no se llevará a cabo, y Dido, en su tristeza, se suicida.
The Golden Bough (La Rama Dorada), data de 1834. En el fondo aparece la Sibila blandiendo la Rama Dorada, que necesitaba Eneas para poder unir de nuevo el fantasma de su padre. Hay también una serpiente, que simboliza la muerte y el lado oscuro de la naturaleza, mientras que los Destinos, que determinan nuestra vida, se muestran danzantes en el medio. La impresión general es el de un idilio, aún cuando no es eso lo que fue pintado con las palabras de la Eneida. La hermosa niebla que Turner muestra elevándose a media distancia representa en realidad vapores venenosos sobre el cráter de un volcán inactivo. En el original, es un lugar siniestro donde la muerte se ha hecho espacio abierto y todos los pájaros han huido.
En La Eneida, Eneas ha cargado a su anciano padre Anquises lejos de la Troya en llamas, sólo para verlo morir en medio del viaje. El propio padre de Turner había muerto en 1829 y el artista nunca pudo recuperarse de esta pérdida.
Percepción y Creación
Años antes de morir, Turner quiso que su obra permaneciera junta en una misma galería. La Tate Britain, aquella preciosa arquitectura victoriana en el West End de Londres, reunió gran parte de sus obras, cuadernos y materiales, para la alegría de su genio y luego de varios decenios de disputas parlamentarias. Al visitarla, y luego de merodear por sus amplias salas, le invade al espectador la sensación de que el hombre que fue Turner reposa allí, junto con sus creaciones, sus pinceles y la disposición de sus objetos: todo a excepción de su propia figura. Quiere entonces el ocioso espectador, embebido por la presencia de sus pinturas, imaginar al hombre frente al bastidor, pincel y paleta en mano, llevando a cabo el retrato o el paisaje que su ronda su imaginación, detrás de él en su bote-estudio en Hammersmith o a su lado en una caminata por la naturaleza, una de aquellas en las que, luego de dos días de ociosidad, Turner veía una luz en el cielo y decía “There it is”, “Ahí está”, mientras tomaba libreta y colores[1]. Y aquella sensación no es más que el deseo de confirmación, según el cual damos la certeza de que fue un hombre quien lo pintó y no un ser con suerte de semidiós, quien quiso dar fe de su grandeza, para alegrar la sensibilidad y excitar las inteligencias de los hombres. Se pasea con lentitud, deteniéndose en cada marco durante unos minutos, un poco más frente a sus pinceles y otro tanto más frente a sus cuadernos de apuntes, donde se observan bocetos a lápiz de una cúpula o las líneas de un paisaje en el campo. Todo ello encaminado, ciegamente al principio, a la formación de una imagen clara de quién fue aquél y de cómo ha logrado su creación. Se piensa entonces en el acto de pintar un cuadro y en los pensamientos que se llegan a la mente del pintor antes comenzar la ejecución de su obra. ¿Habrá acaso una mujer que sostenga un racimo de flores o sólo un pastor que guía las ovejas al establo? ¿Habrá más luz sobre esta colina, cuyos arbustos se regocijan con alegría por el mecer del viento? Y la mirada grave del embajador, ¿posee tal vez el brillo de un desamor? O, sus cabellos ¿contrastan con el azul de su chal? Las formas y colores que él ha concebido para su pintura son objeto de nuestra sensibilidad y estimulan el deseo de saber. Cada detalle suscita la curiosidad, pues en conjunto han logrado un todo, que absorbe el ánimo como si llamara desde un lugar ignoto, ofreciéndose para el deleite del espíritu; yacen empapados del genio, y el conjunto es natural, armonioso. Y los hombres que fueron objeto de la atención de Turner –y de su trazo- ya no viven entre nosotros, pero nos observan, un tanto solemnes y aún con el peso de sus vidas, desde una eternidad que se hace nostálgica y alegre. Se le antoja entonces pasearse por las arboladas o reposar en una ribera, o lograr el azar de ver el Támesis a través de la bruma de un invierno, todo porque bajo sus colores y pinceladas se han transformado los paisajes, y parecen mejores que si los estuviese viendo él mismo, bajo las mejores galas de que dispuso la naturaleza para aquella ocasión.
Entonces, de igual manera como el escritor dispone papel y lápiz, el pintor despliega sus materiales sobre la mesa, prepara el lienzo, arma el bastidor, lo ubica en un punto de luz y sombra apropiados, se para frente a éste y observa su motivo, modelo o paisaje. Muchas veces, Turner se ocuparía de recrear sus paisajes naturales, los destrozos del mar, las tempestades, sus reelaboraciones históricas y sus más atrevidas fantasías, en la tranquilidad y soledad de su estudio, sin más guía que sus notas de viajero y su imaginación poderosa. (Un anécdota muy contada de Turner lo ubica en el mar: Turner ha conversado con sus marinos, de igual manera como lo haría siglos atrás Ulises con sus compañero de viaje en la Odisea, instruyéndoles en el modo como debían taparse los oídos con cera y atarlo al mástil para él escuchar el canto de las sirenas: así mismo les hablaría Turner, para que lo ataran fuertemente al mástil, y que lo abandonaran si les era necesario a medida que el barco se acercara al centro de la tormenta, de modo que él pudiera conocer por su propia experiencia la naturaleza de una tempestad y su desarrollo en altamar. Quizá fue esta anécdota la que más recordarían los Impresionistas a la hora de tomar el ejemplo de Turner, para someterse con ello a la percepción sensual del paisaje o el acontecimiento en un lugar y un tiempo precisos. Y muy paradójico sería para ellos que Turner se llevara sus sensaciones y experiencias para la austeridad de su estudio, y recrearlas allí lejos de la naturaleza.) Acto seguido trazará unas líneas de guía sobre el espacio blanco. Observará sus estudios previos, en hojas desperdigadas sobre la mesa y en las libretas que tanto le gustaban y donde estaban los testimonios de sus caminatas, sus viajes a pie y en barco, o los bocetos del modelo que le habrán servido para esclarecer las intenciones, según la disposición de los elementos que le presentara la obra. En el caso del escritor, estos bocetos harían parte de su caudal de experiencias, ordenadas con cierta jerarquía caprichosa, que apuntan hacia la ejecución de una intención final y superior; quizá recuerda unas líneas que apuntó días antes, y que atinan a cierto pensamiento que hará parte del proceso. Aquél comienza a mezclar colores sobre la paleta y selecciona el pincel; éste descubre en su mente una palabra, una frase, una imagen, un desvelo, y comienza a escribir: comienza con timidez, midiendo cada palabra que utiliza, pero soltándose de a poco, dejándose arrastrar por el ritmo de la prosa y por su instinto: ha comenzado su conversación. El pintor, también cuidándose de aplicar la presión correcta a su trazo, de acertar en la extensión de cierta línea, permite que las formas y colores lo embarguen, respira plácidamente al encontrar un tono de azul propicio para una extensión de cielo o un verde que le suscitó la calma de aquel día. Imagina que su querida habrá de decirle, al ver el cuadro terminado: ¡Precioso! Pero aquello no importa mucho. Si fuese Lord Egremont de Petworth quien hubiera encargado su retrato, podría decirse que tal vez quisiera que éste dijese, al contemplarla: ¡Sublime! Pero esto tampoco importa mucho, luego de que su importe haya sido pagado. Quizá para su insatisfacción importara más que, en su examen severo, al terminar la obra el joven Turner dijera: ¡Bah!, y acto seguido comenzara de nuevo. Pero más importante aún, más que la lisonja y la veneración, más que la insatisfacción por la propia obra, está la honestidad: ¡carajo, sí que me han gustado los lotos: tienen un matiz que se me escapa; poseen una delicadeza que sobrecoge! ¡Pasteles! Porque, en definitiva, la experiencia del artista radica en un campo selecto, pues sus vivencias han sido únicas: sobre su mesa de trabajo el escritor ha colocado un jarrón con crisantemos, que le recuerdan los abriles en un país lejano; o un retrato de su querida, que lo desvela por sus celos; o un abrecartas, que trajo desde Europa; una miniatura de un soldado inglés… etc. Y aquellos anaqueles, que el pintor estudia con agudeza, los manuales de perspectiva y las historias de Van Dyck y Watteau o de Lorraine, la técnica a la aguada… etc. Todo apunta a su propia vida, hacia las pasiones que le son más preciadas, aquellas que lo ennoblecen y aquellas que le son más dolorosas, no a las de ninguno otro.
Turner era gran maestro de la perspectiva. En cierta época de su vida la aplicó en varios estudios sobre catedrales, así como en algunas pinturas; una de éstas, St Erasmus In Bishop Islips Chapel Westminster Abbey (San Erasmo en la Capilla del Obispo Islips en la Abadía de Westminster), muestra los amplios ámbitos de una isla dentro de la abadía, cuyas columnas se elevan formando entre sí arcos en punta y techos de entramados góticos. Tal vez su querida, corta en apreciaciones, hubiese dicho al maestro, cuando éste le enseñó la obra “es muy esmerado el trabajo de detalle, sobre todo en la textura de las columnas; observa los pilares y su color dorado, cuya luz proviene de un ventanal que está oculto; sin embargo, querido William, me gustan más tus paisajes del Támesis”. Lord Egremont de Petworth, quien ha recibido su encargo, le habrá puesto un marco con arabescos y lo ha colgado en su sala de visitas; luego de contemplarlo, le ha dicho al joven Turner: “¿Cómo logra usted tanto volumen de espacio? Me he percatado de la delgadez de las columnas, que se elevan con ligereza hasta los arcos y el techo, como en las catedrales góticas, al sur de E… Ha logrado usted la iluminación propicia, llegada desde el vitral, tal vez incluso con la deformación de las formas y de colores que a éstos le suceden. Y la extensión de la isla, ¿cómo ha logrado adivinar que aparecen allí estos o aquellos detalles, como si hubiese sido usted el arquitecto de la obra? Ya ve usted el confesionario del Obispo de Islips, muy a la vista, cuyo sobrino, el Conde de E… ya recordara usted me hizo el honor, años atrás y con ocasión… etc”. Luego, varios decenios después, uno u otro artista atinan a identificar el genio en la obra, o el crítico o conocedor la contemplan en alguna exposición y disponen de su ánimo y de su más aguda percepción para la lectura de la obra. Entonces identifican el año al cual corresponde, la técnica utilizada y otras referencias sobre el pintor que ayudan a dilucidar los pormenores de la ejecución. Saben que ha utilizado tal o cual instrumento, que se ha situado bajo el pórtico tal o cual en la abadía de Westminster, en la Capilla del Obispo Islips; determinan los puntos de fuga y las fuentes de luz, encajan el cuadro bajo cierta estructura muy propia del siglo de Turner y de la tradición, admiten la presencia de cierto rasgo suyo que lo caracteriza, se acercan un poco al lienzo para observar el detalle del entramado y luego se alejan de ésta para tener otro punto de vista… etc. Y son estos precisamente los niveles de lectura que hace cada uno de la obra: alguno se fija más en la forma, otro en el motivo; aquélla, su querida, busca definirla según la impresión que le causa; aquél lo desmenuza hasta el hastío. Sin embargo, para el pintor ha sido, aún con todo el rigor que puso en su ejecución, no más que un estudio de perspectiva, atractivo en cuanto era un punto de la catedral que le suscitó una luz que jamás había retratado. Entonces aquellos logran alcanzar un cierto nivel en la interpretación y comprensión, según la lectura que han realizado, más o menos profunda; aquélla ha sufragado en la superficialidad, aquél ha satisfecho su vanidad y aquellos otros han captado una esencia más o menos técnica. Pero el gran Demiurgo es el artista mismo, el Turner en la soledad de su estudio y con la luz de su espíritu y sus altos pensamientos; es él quien sabe el porqué de cada pincelada, de cada color, de cada lugar y de cada trazo. Es él quien habita el mundo de sus propias formas y colores y, si no ve el mundo de esa manera, es de esa forma como lo concibe, en concordancia con sus deseos y desvelos, sus pasiones y tristezas.
El Estilo
Hacia el final del siglo dieciocho la humanidad había alcanzado los tiempos modernos, que tuvieron su despertar cuando la Revolución Francesa en 1789 puso fin a muchas ideas que se dieron por verdaderas durante cientos, si no miles, de años. En el arte, el primero de estos cambios concernía a la actitud que el artista tenía de lo que se llamaba “estilo”. En tiempos anteriores, el estilo del periodo era simplemente la manera en que las cosas se hacían; se practicaba porque las gentes pensaban que era la mejor manera para lograr ciertos efectos deseados. En la Época de la Razón, la gente comenzó a volverse consciente del estilo y los estilos. Según E. H. Gombrich, la pintura había dejado de ser un comercio ordinario de sabiduría que se transmitía del maestro hacia el aprendiz, y en vez de esto se había convertido en un objeto de estudio como la filosofía, para ser enseñada en las academias. De modo que los métodos antiguos, con los cuales los grandes maestros del pasado habían aprendido, mezclando colores y asistiendo a sus mayores, habían declinado. (Gombrich. 2006)
Como en muchas otras épocas, los artistas del siglo diecinueve debían ayudarse de personas que pudieran comprar arte. Esto significa que eran dependientes de sus patrones, tanto en lo que debían pintar y en cómo ellos querían la pintura. Fue en este punto donde las dificultades principales hicieron su aparición, según Gombrich, porque sólo la inclinación por la grandeza de los maestros de la antigüedad, que era favorecido por las academias, llevaba a que los patrones o mecenas se inclinaran a comprar obras maestras antiguas en vez de comisionar pinturas de los artistas vivos. Como solución, las academias, primero en París y luego en Londres, comenzaron a configurar exhibiciones anuales de los trabajos de sus miembros. Turner fue uno de ellos: en 1796, exhibió el óleo Fishermen at the Sea (Pescadores en el Mar), con la cual dio inicio a su exposición en la Real Academia, casi cada año hasta el día de su muerte. Tal vez uno de los efectos inmediatos más visibles de esta “crisis profunda” fue el que los artistas buscaran en todas partes nuevas materias para sus composiciones. “Antes eran la Bilbia, o los dioses griegos, o las historias heroicas de Roma. Súbitamente los artistas se sintieron libres de escoger como objetos de composición cualquier cosa desde una escena de Shakespeare a un evento, cualquier cosa, de hecho, que apelara a la imaginación y despertara interés.” Había una rama de la pintura que dejaba grandes ganancias dada esta nueva libertad en los artistas para escoger los motivos de composición: se trataba de la pintura de paisajes. Hasta entonces, se había visto como una ramificación menor del arte. Los pintores que se ganaban la vida pintando “vistas” de casas de campo, parques o escenarios pintorescos, no se tomaban seriamente como artistas. Hasta el siglo dieciocho el paisaje podía ser o bien una pintura como fondo de un tema histórico o mitológico, o bien una memoria descriptiva de un lugar. Fueron los Románticos los que cambiaron esta percepción, enfocándose su atención en la correspondencia existente entre los estados de ánimo de la naturaleza del hombre. Aún no resultaba aceptable, sin embargo, hacer de los paisajes atmosféricos el único tema de una pintura importante o seria. “Las pinturas deben ser observadas como un todo para entender lo que proponen”, fue lo que se dijo más tarde en aquel siglo, empero esto era inaceptable en ese tiempo.
El estilo de paisaje propuesto por Nicolas Poussin y Claude Lorrain en el siglo diecisiete fue seguido por Turner. El modo de proceder de Lorrain era la siguiente: él enmarcaba la vista con masas sólidas alrededor del borde, a la izquierda o derecha del cuadro, generalmente un grupo de árboles o edificios, para evitar que la mira del espectador se fuera hacia los lados; desde allí el ojo era gradualmente conducido a través del horizonte. Eventualmente, Turner, mientras seguía admirando a Lorrain, inventó otras formas de pintar más naturales. Otra de las diferencias con respecto a él era la ubicación del paisaje: la visión italiana de Lorrain es muchas veces inspirada por la arquitectura antigua de la mitología clásica, mientras que muchos paisajes de Turner que fueron también inspirados por Lorrain, estaban basados en escenarios de Inglaterra.
Turner generalmente transformaba lugares ordinarios a través del uso de la luz. Esta fue quizá su virtud máxima y lo que le permitió abrir las puertas de una nueva perspectiva en el arte; sus temas no sólo son la apariencia o un lugar sino el tiempo, el cambio de la atmósfera durante el transcurso del día. Más tarde en ese siglo, los Impresionistas se ocuparían de la luz y sus veleidades a lo largo del día, la transformación visual que suponía para los modelos y lo que sensiblemente significaba esta transformación en el mismo objeto. En muchos casos las formas sólidas se ven puramente en términos de luz y color, y en muchos casos se muestra la intención de Turner de capturar el estado de ánimo del momento en el tiempo más que simplemente documentar la apariencia. The Morning after the Wreck (La Mañana después del Naufragio)es un ejemplo de tal elaboración a partir de la luz y el color. “En este óleo el cielo está irradiado por la luz dorada; en la base del cuadro hay personas y cosas en colores festivos de un café rojizo; vestigios de una nube gris azulada aún flota sobre el mar lejos del sol naciente, y debajo los destrozos de un barco se ven apenas, pero el color luminoso en general de la pieza habla de aire fresco y exhilarante, y nos hace sentir instintivamente que la tormenta ha en verdad acabado” (Holmes. 1908). Y continúa diciendo el autor, que lo más notable, sin embargo, acerca de esta pintura, es la maravillosa forma como Turner ha logrado fusionar todos los diversos elementos de la composición en un todo unido, en el que las cosas que expresan directamente los sentimientos del artista son justamente aquellos que se dirigen sobre el ojo, mientras que todo lo prescindible para este propósito está del todo oculto. Este énfasis en la atmósfera más que en la descripción también prefigura al Impresionismo. Y a pesar de toda la bruma, la escena es aún reconocible, y la composición sigue siendo tradicional.
El método de Turner se perfecciona durante 14 años con Ulysses Deriding Polyphemus (Ulises Ridiculizando a Polifemo), de 1829: mientras preserva aún algo de la apariencia sólida de los hechos naturales y objetos naturales, y una firmeza en la estructura decorativa que se corresponde con esta solidez, el mundo aparece ya como algo casi demasiado sustancial pero que está bañado en un ambiente de aire. Turner, al igual que Rembrandt, no sólo deseaba pintar bien las cosas, sino impresionar a los más indolentes observadores. “No sólo quieren probarse a sí mismos de que son pintores totalmente capaces, sino que quieren hacérselo saber al mundo”. Y más adelante añade, “En su muy conocido ensayo sobre la escuela de Giorgione, Walter Pater señalaba que todas las artes en sus momentos de perfección tendían hacia la condición de la música, en la que la forma se convierte idéntica a la materia, el sujeto con las formas de expresión” (Holmes. 1908). Para alcanzar tal identidad, tan posible como se lo permitieran los procesos técnicos que poseía, se convirtió inconscientemente en la mira de Turner. Sus pensamientos no se preocupaban con el diseño de cosas materiales. Eso, lo sabía, era sólo el oficio del principiante; pero su tarea era enfatizar con cualquier medio que tuviera la brillantez, la nebulosidad y la película exquisita de color de una mañana en el Támesis. En Ulysses Deriding Polyphemus, de hecho, tenemos arte que no sólo ha sido llevado a pasar a la condición de la música en la que materia y forma, sujeto y expresión, son uno e indivisible, sino que el pintor además de ésto ha logrado su propósito de recrear la narración clásica. Turner tenía visiones de mundos fantásticos bañados en luz y resplandecientes de belleza, pero era un mundo no de calma sino de movimiento, no de armonías simples sino de pompas deslumbrantes. Según Gombrich, él llenaba sus pinturas con cada efecto con el que pudiera hacerlos más impactantes y más dramáticos, y si hubiera sido un pintor menor de lo que fue, este deseo de impresionar al público muy posiblemente habría tenido un resultado desastroso. No obstante era un magnífico director de escenarios, trabajaba con tanto gusto y talento, que salía venturoso con sus propósitos y lo mejor de sus pinturas nos dan, en efecto, la concepción de grandeza en la naturaleza en su dimensión más romántica y sublime.
Y con respecto a lo “pinturesco”, agrega Gombrich que llamamos de tal manera a los motivos del modo, cuando los hemos visto anteriormente en pinturas. Si el artista fuera a conservar aquellos motivos, ellos tendrían que repetirlos durante toda la eternidad. Fue Claude Lorrain quien convirtió las ruinas de Roma en algo “pinturesco”, y Jan van Goyen quien convirtió los molinos holandeses en “motivos”. Constable y Turner en Inglaterra, cada uno a su modo, descubrieron nuevos motivos para el arte. The Morning after the Wreck fue nuevo tanto como objeto y como modo a la vez. Claude Monet supo de la obra de Turner. La había visto en Londres, donde estuvo durante la guerra Franco-Prusiana (1870-1), y le confirmó su convicción de que los efectos mágicos de la luz y el aire contaban más que el objeto mismo de una pintura.
La espiritualidad de Turner se centraba en el sol. No hizo ningún secreto de su amor por lo que él llamaba la “suprema alegría” y “el ser más justo”, y Ruskin lo describió como un “adorador del sol de la raza antigua”. Si esta adoración era verdaderamente religiosa queda la cuestión. Como pintor, Turner dependía del sol para revelar el color y la belleza de la naturaleza, y su veneración por él debía ser tan simple como eso. Según Peirce (Peirce.1974), que entendía el signo como un movimiento, un constante flujo entre el objeto, su contexto y la interpretación que se le da en un momento determinado por una mente específica, vemos cómo el signo del sol en Turner, por ejemplo, se ajusta a la definición del teórico, tanto por el objeto artístico como por la manera como ha sido llevada a ejecución: según la luz y los colores que lo componen, dentro del contexto o paisaje que ilumina, vemos que es un significado, un símbolo en movimiento, que cambia y modera sus matices según la producción de sensaciones que tenga el espectador, o según el objeto que ese sol ilumine en la lectura del cuadro: en dos cuadros históricos de Turner, Dido Building Carthage or The Rise of the Carthaginian Empire (Dido Construyendo Cartago o La Creación del Imperio Cartaginense) de 1815 y The Decline of the Carthaginian Empire (El Declive del Imperio Cartaginense) de 1817, se observa cómo el mismo sol posee no sólo una significación específica por la naturaleza misma del día, una convención, sino que éste determina la naturaleza histórica e intelectual del cuadro, además de modificar pictóricamente todo el contenido técnico y estilístico de la pintura. Sin duda, en el primero es un sol mañanero, en el que se eleva sobre el azul, durante la construcción de la ciudad imperial, mientras que en el segundo, El Declive del Imperio Cartaginense, el sol es un ocaso poderoso, donde pronto se opacará la luz de igual manera como la ciudad será destruida para permanecer por siempre en las sombras de la noche. Por otro lado, con respecto a la interpretación de signos, para Turner no tendría sentido la estructura formal y estática de la obra de Saussure, puesto que para él el color rojo no necesariamente estaría diferenciado de un amarillo o incluso de un azul, conceptos fundamentales para la teoría lingüística (De Saussure. 1945). Y con respecto a esto último, Umberto Eco entraría a discutir y a despejar las discusiones: “Las semióticas visuales han aplicado con ingenuidad y dogmatismo el modelo lingüístico: no sólo la noción de signo (que de algún modo ha de ser recuperada), sino también la de rasgos pertinentes y articulaciones entre rasgos, como si una imagen fuera descomponible en unidades émicas como un fonema y como si la noción de unidad discreta adoptada en la lingüística fuera aplicable a unidades visuales sin atentas y fatigosas transformaciones categoriales”. (Eco. 2007)
Muchas personas prefieren las obras póstumas de Turner como Snow Storm – Steam-Boat off a Harbour’s Mouth (Tormenta de Nieve – Bote de Vapor fuera de la Boca del Puerto), exhibida en 1842, en la que pueden disfrutar el color, las pinceladas y la atmósfera a su propio antojo: no hay necesidad de ser un académico clásico para disfrutarlas. Por supuesto, es por esa precisa razón por lo que sus contemporáneos estudiosos fueron críticos con esas pinturas. En la última década de su vida, el estatus de genialidad de Turner comenzó a ser cuestionado y su arte permaneció sin ser vendido. La interpretación, tal como lo dice Barthes, no va a enseñarnos qué significado definitivo debe ser atribuido a una obra; no nos dará o incluso no nos descubrirá un significado pero nos describirá la lógica de acuerdo con la cual se engendran los significados (Barthes. 1971). Esta interpretación cognitiva según Barthes no se plantea en primera instancia para entender cómo las obras de arte les son inteligibles a los que las observan, el proceso a través de los cuales los observadores entienden lo que ven. Muchas teorías se han dado a describir las convenciones y las operaciones conceptuales que dan forma a lo que los observadores ven –sean historiadores de arte, críticos de arte o la masa de espectadores atendiendo a la exhibición-. La historia del arte moderno ha desarrollado un número de manera para describir el papel del observador y el “intercambio de quien observa”, y esto evidentemente se aplica a la interpretación y comprensión de las obras de arte del pasado. Durante los últimos 14 años de su vida Turner fue victoriano pero su estilo era muy diferente a lo que pensamos que es arte Victoriano. Es más abstracto y parece más “moderno” para nosotros que las pinturas narrativas y detalladas de sus contemporáneos. Por esa precisa razón los impresionó. Y con respecto a Snow Storm – Steam-Boat off a Harbour’s Mouth, dice Gombrich que nadie podría reconstruir un bote de vapor del siglo diecinueve según un paisaje marítimo de Turner. Todo lo que nos da es la impresión de un casco oscuro, de la bandera ondeando con bravura del mástil – de una batalla con los mares furiosos y los amenazantes vendavales. “Casi sentimos la ráfaga del viento y el impacto de las olas. No tenemos tiempo de buscar detalles. Ellos han sido devorados por la luz deslumbrante y las sombras oscuras de la nube en la tormenta. No sé si una tempestad de nieve se ve en realidad así. Pero lo que sí sé, es que es una tormenta de una clase que abruma e inspira asombro, tanto como la podemos imaginar cuando leemos un poema romántico o escuchando música del romanticismo. En Turner, la naturaleza siempre refleja y expresa las emociones del hombre. Nos sentimos pequeños y abrumados frente a los poderes que no podemos controlar, y nos compenetramos para admirar el artista que tenía las fuerzas de la naturaleza a su comando.”
“En cierto sentido, algunas de estas pinturas de paisajes son incluso más realistas que aquellas de Leonardo porque se refieren a percepciones concretas y personales del pintor. Sus objetos se refieren a entidades geográficas e históricas precisas, que pueden ser definidas como partes del contexto de la vida de un pintor, episodios de su jornada, situaciones observadas y recordadas por el pintor mismo.” (Wildgen. 2004) Esta subjetividad, que se refiere a la vida, el cuerpo del autor, es probablemente en nuevo mensaje que hizo de Turner el precursor del estilo Impresionista a los ojos de las generaciones póstumas.
La Época Victoriana
La de Turner fue una época de muchos cambios y revuelcos. Cuando nació, en 1775, las Islas Británicas contaban con nueve millones de habitantes. El años de su muerte, 1851, el país tenía casi veinte millones. La industria iba de la mano de la ciencia y Turner observaba las innovaciones con interés. Desde 1781, la Real Academia estaba en el mismo edificio que la Sociedad Real y la Sociedad de Antigüedades. Los científicos y los artistas respetaban cada uno de sus mutuos descubrimientos. Turner apoyaba las invenciones de los ingenieros con el mismo entusiasmo con el que celebraba aquellas de sus colegas pintores. El motor a vapor, la cámara y los tintes químicos fueron sólo unas pocas invenciones que afectaron su práctica como artista (Hamilton. 1998). También el sistema de transporte y el paisaje del país cambiaron radicalmente debido a estos nuevos desarrollos, por los que Turner sentía enorme fascinación. Más tarde en la vida de Turner, los motores a vapor transformaron el viaje por mar. Los ricos barcos- cafés en el Támesis, comunes en sus primeros trabajos, se convirtieron en anacronismos. Debido a su amor por el mar, Turner estuvo enormemente interesado por las innovaciones concernientes a los barqueros. El vapor era una fuente de poder en los barcos, y los faros y el equipo salvavidas fueron celebrados en sus obras. James Hamilton señala que todos los naufragios de Turner suceden a barcos de velas, mientras que los botes a vapor se muestran triunfantes sobre los elementos (Hamilton. 1998). A pesar de que los vapores estallaban a veces o se incendiaban, nada de esto fue ilustrado en sus obras. Con respecto a la fotografía, y de igual manera como Ruskin, Turner se dio cuenta de que algunas de las labores involucradas en memorizar apariencias podían desaparecer debido al desarrollo del nuevo invento del daguerrotipo. Él previó que la cámara podía volverse un ahorrador de tiempo en vez de una amenaza y que podía usarse algunas veces en lugar de una libreta de apuntes, diciendo que iríamos a todo lo ancho del país con una caja como caldereros, en vez de un portafolio bajo el brazo.
Método y Técnica
Turner era un genio que sabía reconocer su propio mérito, sin embargo era también un trabajador incansable. Elaboró un número enorme de acuarelas y pinturas entre la edad de doce y setenta y seis, y pintó casi hasta el final de su vida. Dedicó casi toda su adolescencia haciendo bocetos y acuarelas, y en sus últimos años produjo docenas de bocetos a lápiz de diversos escenarios, a medida que exploraba Europa. Viajó por mar en medio de tormentas y en carruajes por los Alpes en invierno, de igual manera como paseaba a pie con una o varias libretas de apuntes en sus bolsillos. Probablemente esbozaba ideas fijas en su mente, y algunos elementos de bocetos pueden ser reconocidos en óleos que producía muchos años después de haberlos esbozado en su libreta.
Algunos artistas de su tiempo dibujaban un boceto pequeño, luego pintaban una versión pequeña del objeto en el lienzo, antes de transferir las ideas al lienzo final. Turner iba directo al trabajo sobre el lienzo, y debía tener una imagen muy clara en su cabeza de lo que deseaba pintar. Muy seguramente no quedaba muy satisfecho con el resultado final, no obstante sólo se detenía para comenzar otra idea mejor en un lienzo nuevo. De ahí que muchos de sus cuadros estuvieran sin terminar, incluso con marcas de sus dígitos en algunos espacios del cuadro. La Tate Gallery posee algunas pinturas que abandonó en una etapa temprana. En Shipping at the Mouth of the Thames (Navegando en la Boca del Támesis), de 1806- 7, y en otros cuadros, se observa que casi siempre trabajaba en un fondo blanco y luego comenzaba a poner capas de pintura transparente, tal como si fuera a trabajar una acuarela. (Algunos artistas en su tiempo trabajaban sobre un fondo de color cálido, como Rubens, y esta era una manera fácil de pintar un retrato, por ejemplo.) El padre de Turner aplicaba la base, barnizaba las pinturas y las enviaba a los clientes cuando estaban terminadas. Tanto él como Turner tenían mala reputación de miserables, sin embargo algunos de los materiales de Turner eran muy costosos. Por ejemplo, Turner siempre usaba ultramarino natural, incluso cuando podía haber comprado la variedad hecha a mano, a casi una centésima del costo, después de 1830 aproximadamente.
A medida que desarrollaba el cuadro, aplicaba los mismos colores, más fuertemente y más opacamente, para construir la imagen. Colores luminosos, como el rojo del sombrero del marino, sobre el fondo blanco, porque eso los hacía ver muy intensos. Turner trabajaba con rapidez, y le gustaba un fondo absorbente que le permitiera succionar la pintura y secarse rápido. Luego mezclaría más aceite en su pintura del cielo, para evitar que se secara antes de terminar, y luego añadía otro tanto a su paleta. Uno de estos aditamentos se llamaba “megilp” y hacía que la pintura fuera fácil de manejar. Una mezcla final le daba al cuadro un secado suave, textura voluminosa, buena para las nubes y el agua espumosa. Cuando muchas de estas mezclas se aplican una encima de la otra, pronto se quiebran porque se secan a diferentes grados. Los quiebres son muy visibles en las últimas obras de Turner. Se decía que aplicaba la pintura como un tigre, y que estaba más interesado en el placer del efecto inmediato, que en la supervivencia póstuma de sus pinturas.
Turner utilizaba los nuevos pigmentos tan pronto como podía conseguirlos, usándolos en pinturas importantes también. Otros artistas esperaban años, para observar cómo resultaban en la práctica. Nuevos pigmentos como el azul cobalto, verde esmeralda y el amarillo cromado daban luz y opacidad cuando se usaban sobre una superficie blanca, o cuando se mezclaban con blanco. Él las usaba incluso con acuarelas, y sus contemporáneos y las generaciones tardías, comenzaron a usarlos también. Los verdes y amarillos de Turner fueron particularmente criticados por ser demasiado brillantes, y muy poco naturales para el mundo que estaba pintando. Algunos de los rojos o colores rosados que usó se han desvanecido tanto, que sólo sabemos que están allí por las reseñas que los críticos hacían de sus pinturas.
Las pinturas inacabadas de Turner que tanto admiramos hoy, no fueron vistas por nadie mientras Turner vivió. Y son las mejor preservadas de todas: a través de ellas podemos ver casi exactamente lo que Turner trataba de pintar.