martes, mayo 28, 2013

J.M.W. TURNER

La cultura en general está afectada por una creciente aceleración que viene adherida a lo tecnológico. Algo así como su piel. Esto no es nuevo, ya en el XIX occidente entró en un bucle reimpulsivo cuando la técnica ligada a la industria y al transporte estalló en el campo social.
En ese entorno Turner pintaba alrededor de 1844, “Lluvia, vapor y velocidad. El gran ferrocarril del Oeste”, con un tratamiento de la imagen pictórica que escapó de los estándares y abrió camino al impresionismo y a su pretensión de alcanzar la luz y el instante.
 Joseph Mallord William Turner, 1844 - Rain, Steam, and Speed – The Great Western Railway - Óleo sobre lienzo (91 cm × 121,8 cm).
Para cuando Turner llenaba de amarillos el lienzo, los trenes corrían a 50 km/h (hoy empujan ese límite 10 veces más lejos). Sin duda en aquel entonces, el vapor tenía sus propios méritos, las máquinas lo expelían como si fuera su aliento. Hoy, la velocidad de las máquinas, parecen replegarse en tácticas cada vez más silenciosas, aunque no menos espectaculares.
Esto no quiere decir que la tecnología sea un ser en sí mismo, y que la ubiquemos en una posición metahumana, como un demiurgo aburrido que pasa sus horas aplicando más y más velocidad a nuestras mortales existencias, sólo para divertirse de la misma forma que el cine mudo cómico apeló al movimiento acelerado en sus comienzos. A esta altura podríamos decir que la tecnología es la piel de lo humano.
Pero cada vez que hablamos de ella se hace preciso rescatar el significado que late en su raíz etimológica, no por amor a una semántica transparente sino más bien para recuperar su sentido estratégico, como un logos sobre la técnica, un proceso de reflexión y cálculo previo que hace posible anticipar los resultados. En definitiva, un acto de dominio, que incluye revisión, corrección, optimización, etc. Esto nos habilita a hablar de tecnologías de poder, de control, o también de tecnologías del “yo”. O incluso comprender que la tecnología es transversal a los campos de la cultura, y que el arte, como la ciencia, dependen de ciertos dispositivos que a veces borran toda demarcación territorial.
Es evidente que con el auge de las máquinas técnicas y el incremento de velocidad, sobre todo a partir de que a la velocidad la medimos por kbs más que por k/h, la cultura entró en un movimiento de aceleración que llega a nuestros tiempos alcanzando registros asombrosos. Si antes la relación con el instante era algo externo, hoy se ha hecho carne y parece ser el límite de la velocidad.
La instantaneidad que provoca y exige la tecnología, como porción novedosa de nuestra época y fuerza general de la cultura, precede en muchos casos al artista. Y tal vez por esto, es que varias veces la obra escapa de las manos de su “creador”.  De qué otra forma podríamos entender por ejemplo que la ucraniana Nathalia Edenmont, que por cierto es una interesante fotógrafa, haya utilizado animales muertos o que mate, como aseguran algunos medios (ver fuente), gatos, conejos, ratas y otros mamíferos para crear las imágenes que inmortaliza con su cámara. O el caso de Zhu Yu, un reconocido artista de China, que dejó aturdidos a los asistentes de la Bienal de Shanghái en 2000, al preparar, con mantel y cubiertos, un banquete en el que presuntamente se comió un feto humano de seis meses (algunos aseguran que sólo fue una parodia). O la fascinación del alemán Gregor Schneider, premiado con el León de Oro en 2001 en la Bienal de Venecia, que desde 1996 busca un museo que acepte su particular idea de exhibir un enfermo terminal, para "mostrar la belleza de la muerte". O incluso la indeterminación de ciertos objetos que al ser visibles hacen vacilar el uso de las categorías sobre el arte, por ejemplo las muestras que recorren el mundo de cadáveres conservados por procedimientos técnicos, como en el caso de Van Hagen o de Roy Glover. Es curioso el hecho de que estos últimos “autores”,  incluso sin pretensiones de alcanzar el estatuto de obra artística en el caso del segundo, recorren las grandes galerías y museos del planeta con sus exposiciones  y a decir verdad, ninguno proviene del mundo del arte, sino de la ciencia, específicamente, de la anatomía.
Ahora bien, ¿todo arte es instantáneo? No. Sería una tontería afirmar una cosa así. De hecho hay artistas que contrarrestan ese tipo de instantaneidad (que parece únicamente asociarse a una provocación despiadada y responder a regulaciones sociales). No todo arte nace de la sobre estimulación tecnológica, muchas veces se libera de la sola sensibilidad del artista.
Con Deleuze podríamos preguntarnos cómo funcionan las máquinas deseantes, cómo se activan esas fuerzas singulares que en algunos casos alcanzan líneas de fugas, o por el contrario quedan taponadas, axiomatizadas, empantanadas en la arena de un sistema que tiene la rara virtud de capturar todo lo que se le escapa.
Tal vez de eso se trate después de todo, es decir, de hacer saltar los investimentos que provienen de los grandes conjuntos sociales, de liberar el deseo en su plano más microfísico, más molecular. De allí que Deleuze haya pensado al inconsciente como un espacio social y político que hay que conquistar. Un espacio... múltiples vidas, para producir ese deseo autoproductor, sin objeto, sin sujeto, que sólo es pasión, fuerza o simplemente impulso vital.
En este sentido, bien podríamos preguntarnos por sobre las condiciones actuales que hacen posible que un cadáver se convierta en obra de arte, o que el canibalismo pueda ser considerado como una experiencia estética, o que la agonía sea potencialmente instalación de un museo o de una sala de arte. En definitiva, ¿cuál es el agenciamiento del deseo que habilita a que tales formas sean llamadas a integrar los catálogos del arte contemporáneo?
Tal vez la muerte en público, el cadáver, y comer carne humana (cuya linealidad se asemeja al ordenamiento clásico: producir (la muerto) - obtener el producto (cadáver) - consumir (el cuerpo muerto)) respondan mucho más a los dispositivos tecnoculturales de lo que a simple vista se puede pensar.
Un arte inadecuado, es decir un arte que no acepte adecuarse a las demandas culturales, sería en oposición aquél que tenga la potencia, o mejor aún, la virtualidad para desacomodar las imposiciones tecnológicas, e incluso provocar un "bello malestar". En pocas palabras, un arte que responda a la actividad deseante antes que a los condicionamientos que impone la cultura. En este punto me queda picando, no sin cierta dificultad, cuál es el registro de este concepto que evoca la belleza o cierta idea de lo bello, para producir una inquietud estética.

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